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domingo, 2 de octubre de 2011

ESPECIAL PEREGRINACIÓN A FRAY LEOPOLDO: 1ª parte

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En Alpandeire (Málaga) nace un niño del matrimonio formado por Diego Márquez y Jerónima Sanchez , el que luego, treinta y cinco años después, sería ya conocido para siempre como Fray Leopoldo de Alpandeire. A los cinco días es bautizado y se le impone el nombre de Francisco Tomás de San Juan Bautista, pues nació el día del santo precursor, el 24 de Junio. Corría el año de 1864.


Su infancia, como la de cualquier niño de su época. Su familia es sencilla, trabaja el campo que no da demasiado, el pequeño pastorea algunas ovejas y cabras con las que se ayuda a la economía familiar; asiste a la escuela, aprender lo imprescindible: leer, escribir, "las cuatro reglas", nociones de geografía, de historia... poco más. Como miembro de una familia cristiana y religiosa es educado en el amor a Dios y al prójimo a ejemplo de Jesús, lo que vive profundamente y en sencillez de espíritu. Madurando el fruto de su vida escondido en la pequeñez de su cuerpo, -no fue alto Fray Leopoldo- , mientras se dejaba modelar por Dios, un Dios Padre que se manifestaba en pequeños detalles de la vida de Francisco Tomás, como las flores despiertas del almendro. Sirve al Rey, así se llamaba en su tiempo la prestación del servicio militar, en Málaga el año 1887.


En 1891, el 11 de septiembre, es confirmado en la fe, le administra el sacramento el que era entonces Obispo de Málaga, luego Arzobispo de Sevilla, el conocido como obispo de los pobres, D. Marcelo Spínola y Maestre, beatificado por Juan Pablo II el 29 de marzo de 1987. Un santo que lo confirma y otro santo, el Beato Diego José de Cádiz, el gran Misionero Capuchino, evangelizador incansable por pueblos y ciudades de España en la segunda mitad del siglo XVIII, es ocasión de que Francisco Tomás sintiera la llamada de Dios a ser capuchino, a cuajar su vocación cristiana siendo fraile, miembro de la familia de san Francisco de Asís.


En Mayo de 1895 la ciudad de Ronda celebra solemne triduo en honor del nuevo Beato, Fray Diego de Cádiz, muerto allí y allí enterrado. Predican dos religiosos capuchinos, asiste a estos culto Francisco Tomás, y durante esos días decide consagrarse a Dios en la vida religiosa. Comunica a aquellos frailes que quiere ser capuchino como ellos, pero tuvo que esperar algunos años, debido a ciertas negligencias y olvidos en los trámites de admisión. Finalmente un día salió de su tierra y de su parentela, como Abrahán, y tomó el hábito capuchino en el Convento de Sevilla el 16 de noviembre de 1899, cambiando el nombre de Francisco Tomás por el de Leopoldo, según usos de la Orden. Este cambio de nombre -comentaría él años adelante- le cayó "como un jarro de agua fría", ya que el nombre de Leopoldo no era corriente entre los miembros de la Orden; tal ver su maestro de novicios, P. Diego de Valencina, lo escogió por celebrarse su fiesta el 15 de noviembre.


Fray Leopoldo, desde el noviciado, no tuvo otra meta que santificarse, siguiendo a Cristo por el camino de la cruz como San Francisco. Su amor a Dios, la oración, el trabajo y la penitencia marcarían ya su vida. La cruz y la pasión serían para él, a partir de ahora, objeto de meditación y de imitación. El 16 de noviembre de 1900 hizo su primera profesión; a partir de entonces vivió cortas temporadas, como hortelano, en los conventos de Sevilla, Antequera y Granada. El 23 de noviembre de 1903 emite, en Granada, sus votos perpetuos.



El 21 de febrero de 1904 llegaría a Granada para quedarse definitivamente en ella. La ciudad de la Alhambra, sería el escenario de su vida durante más de medio siglo. Trabajó primero de hortelano en la huerta del Convento para ejercer después de sacristán y limosnero. Dos trabajos que unirían admirablemente la doble faceta de su vida: su dimensión contemplativa, su vida de oración, su vida íntima con Dios y su vida activa, su ir y venir por las calles y cuestas de Granada, su contacto con la gente, su diario quehacer de limosnero.


Pero lo que define y caracteriza prácticamente la vida de Fray Leopoldo es su oficio de limosnero. El, que se había hecho religioso para vivir alejado del "mundanal ruido", fue lanzado por la obediencia a librar la batalla decisiva de su vida, en medio de la calle, Lo que él mismo confirmaría años más tarde, con ocasión de las fiestas de sus Bodas de Oro de vida religiosa y al saber que la efeméride había salido en la prensa, exclamó: "Hermano, -confesó a un compañero- nos hacemos religiosos para servir a Dios en la oscuridad y ya ve, nos sacan hasta en los papeles". Fray Leopoldo, como otros santos capuchinos con marcada inclinación a la vida contemplativa, vivió constantemente en contado con el pueblo, como limosnero. Se hizo así santo, santificando a los demás. Y lo hizo como quería San Francisco: con el testimonio de su vida, con su ejemplo, con supalabra, con la gracia que Dios le dio. El contacto con los hombres, lejos de distraerlo o mundanizarlo, lo empujó a salir de sí mismo, a cargar sobre si el peso de los demás, a comprender, a ayudar, a servir, a amar.




Su figura se hizo popular en la ciudad de los cármenes, todos lo reconocían, las gentes y los chiquillos decían en la calle: "Mira, por allí viene Fray Nipordo", y corrían a su encuentro. Con los niños se paraba para explicarles algo de catecismo, con los mayores para hablar de sus problemas, angustias y preocupaciones. Fray Leopoldo había encontrado el modo de derramar sobre todos la bondad divina: rezaba tres Ave Marías, era su forma de enhebrar lo divino con lo humano. Y las gentes se alejaban de él transformadas, dispuestas a seguir su camino, pero con la tranquilidad y la seguridad que Fray Leopoldo les había devuelto, la de saber que Dios había tomado buena nota de sus preocupaciones.


Y así día tras día, durante medio siglo, "con la vista en el suelo y el corazón en el cielo y la mano en el rosario" -como el mismo diría-, Fray Leopoldo recorrió Granada repartiendo la limosna del amor, elevando y sublimando la pesada monotonía de todos los días, dando colorido a los días grises, poniendo unidad y armonía en la fragilidad del ser humano, sobrenaturalizando y dignificando el quehacer diario. El ha aportado, así, abundantes riquezas espirituales, bondad, caridad, sencillez y limpieza de corazón al fatigoso discurrir de los hombres por esta tierra.


Padeció algunas enfermedades y dolencias, que él se esforzaba en ocultar y disimular, especialmente una hernia que le causaba agudos dolores y muchas molestias en sus caminatas diarias de limosnero. Estos y otros sufrimientos, como grietas en los pies que sangraban abundantemente, le ayudaban a completar en su carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo, en favor de su Cuerpo que es la Iglesia.


Cierto día en que, como de costumbre, recogía la limosna de la caridad a sus 89 años, cayó al suelo rodando precipitadamente escaleras abajo desde un primer piso sufrió fractura de fémur. Fue ingresado en la Clínica de la Salud de Granada; afortunadamente y sin operación, los huesos le anudaron; regresó al convento y pudo caminar con la ayuda de dos bastones, pero ya no salió más a la calle. Así pudo entregarse totalmente a Dios que era el gran amor de su vida, Y embebido en Dios, pasó los tres últimos años de su existencia terrena, hasta irse poco a poco consumiendo "cual llama de amor viva".





Finalmente, la llama se extinguió. Con el encuentro de la hermana muerte, Fray Leopoldo, el humilde limosnero de las tres Ave Marías, se durmió en el Señor. Era el 9 dc febrero de 1956. Tenía 92 años.


La noticia de su muerte corrió y conmovió a toda la ciudad de Granada. Un río humano acudió al convento de capuchinos, el pueblo y las autoridades, hasta los niños se acercaron a ver a su "Fray Nipordo", como ellos le llamaban, mientras se decían unos a otros: "Está muerto pero no da miedo". Su entierro fue multitudinario.


La fama de santidad, de que había gozado en vida, creció después de su muerte. Desde entonces, todos los días, pero, sobre todo el 9 de cada mes, una inusitada afluencia de gentes de todo el mundo visita su sepulcro, pidiendo o dando gracias al Padre por intersección de su fiel Siervo.


Fray Leopoldo de Alpandeire, muerto en el Señor, sigue siendo, después de más de cuenta años de su muerte, testigo del Dios con nosotros; ése es el servicio que nos brinda su vida: señalarnos al Servidor y Salvador de todos: Jesucristo, al que él dedicó toda su vida, por eso estuvo y está el Hermano Limosnero tan cercano a los demás.



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